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¡Silencio!, quiero paz

silencio

Mi infancia en Altahabana transcurrió sin mucha calma, como suele suceder en los barrios concurridos. Noctámbula entonces y dormilona de mañanas, recuerdo que mi descanso siempre fue interrumpido por vecinos maleducados que gritaban desde el cuarto piso lo mismo para saludar a algún conocido que pasaba por la calle, que para reclamar por la falta de agua, regañar al perro, o resolver sus asuntos maritales al compás de perseguidoras y altos decibeles. Toda una obra de teatro.

La cita de cada domingo era a ritmo de feeling, bolero o bossa nova; también otros géneros moviditos, y a máximo volumen gracias al tocadiscos de Mayita. Fue muy bueno para mi educación musical, pero Van Van, Benny Moré, Los Zafiros, y muchos más, se me colaban en la cama y me despertaban a la fuerza con canciones que yo no entendía, de amor y desamor, de gallinas viejas y bueyes cansa’os que bailan.

Si basada en mi experiencia hace 30 años me quejaba porque ya campeaba la indisciplina social, la falta de educación, el irrespeto a la tranquilidad de los demás, hoy no sé cómo catalogarlo. El bullicio es insoportable, nos acompaña dormidos y despiertos.

A unos más que a otros, a cualquiera se le va un gritico alguna vez, de emoción, de susto. Y es normal. Pero esas personas que todo el tiempo hablan alto sin tener problemas de audición. Esas que a toda garganta piden atención, y si las inquieres, se molestan afirmando que es su normal metal de voz, ¿sabrán que molestan, y que, incluso, cuando creen que susurran, los demás tenemos que hacer una pausa en nuestros diálogos?

Justificados esos pregoneros ambulantes que escuchamos aun a más de 50 metros. Tienen que anunciar sus mercancías y servicios, sin embargo, no dejan de ser fastidiosos. Con sus estridentes proclamas traspasan las paredes de nuestro hogar, hipotéticamente se nos sientan en la mesa de comer, interrumpen nuestro baño, o interfieren en la película que vemos acurrucados y en calma.

Del caos sonoro tuve una tregua cuando viví en Miramar. Sí, porque en este caso, la zona condicionaba a las personas, digo yo, pues de otro modo no puedo entender el buen comportamiento de aquellos individuos. Ya no tiene que ver con la edad, tampoco con el nivel educacional o la profesión. He comprobado que para ser educados no importa el recorrido estudiantil ni los modales que la familia quiso transmitir. Simplemente sucede, se saben comportar cuando quieren.

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Ahora que vivo en Buena Vista, volví a la incivilización y convivo con el reguetón más alto y vulgar que he escuchado, y con las discusiones íntimas a la máxima viva voz posible. Por mi casa desfilan vendedores tan diversos que gritan a todo pulmón huevos, yuca, malanga, pan, espejuelos… Pasa el que repara colchones, el que compra cualquier pedacito de oro, o el que quiere equipos rotos o pomos de perfume vacíos. Los vecinos no quieren tocar los timbres de las puertas y vociferan desde los portales. También están los borrachos que colonizaron el árbol de la cuadra y allí montaron su bar ambulante, por supuesto, acompañado de algarabía pasada por alcohol.

Historias tengo muchas, y empiezo a extrañar la selección musical de Mayita. Incluso me parece noble la telenovela del cuarto piso de Altahabana. Si pudiera reunir todos los sonidos que acompañan mis días, haría la sinfonía del escándalo.

Muchas veces ha sido abordado este tema, desconozco si estaría regulado por la ley, pero no se resuelve y nos obliga a lidiar con el problema, a normalizarlo o aguantarlo entre dientes. No obstante, a todos irritan esas personas soeces que agreden nuestros oídos y la paz individual. Cada vez que los escucho, se me suicida el tímpano.

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