Batas a prueba de vida
Cada 3 de diciembre se celebra el Día de la Medicina Latinoamericana. Pero no bastan 24 horas del Calendario para agradecer a los valientes que besan el mundo

Ahora mismo, en cualquier parte del mundo, un niño sueña con ser médico. Aunque la fuerza del destino no lo conduzca hasta allí, y los años le obsequien otros talentos, la imagen de una bata blanca se dibuja en su conciencia pueril. Salvar vidas es cosa de superhéroes. Quizás mamá o papá enfrenten monstruos cada día en la consulta. Tal vez el estetoscopio que hoy rodea sus cuellos se convierta en una especie de amuleto para el mañana.
Crecí en un país que abrió extensos caminos para la Medicina. Así como otras generaciones, escuché en la mía esos «escapes» del linaje familiar o el rechazo natural por falta de vocación, pero también acompañé procesos extenuantes que culminaron con el feliz atributo de Doctor o Doctora junto al nombre, en un pergamino blanco. Asimismo, conozco a aquellos que obran desde hace años y, en esas llegadas tarde a la casa, esconden grandes o pequeños actos de heroicidad.Quienes lo vemos desde afuera, solemos describir la tarea titánica con vocablos como entrega, pasión, riesgo o sacrificio… Sin embargo, estas palabras pesan, y mucho. Pudieran sobredimensionarse en los ejemplos cotidianos de la rutina de un galeno.
Ejercer la Medicina implica someterse a una hazaña eterna de profunda sensibilidad. Ofrecer asistencia médica, recibir casos a diario y estudiar el cuerpo humano con todos sus misterios y engranajes resultan misiones dignas de ensalzar para un profesional de la salud, no importa el lugar del orbe donde este resida o trabaje. Pero los nuestros, guardianes de la risa y la esperanza, merecen un aplauso desde el alma. Habría que construirles el podio de la nobleza para premiar las batallas que han librado bajo retos y pruebas de la vida misma. Una fina armadura los viste con el color de la pureza mientras honran con orgullo a la nación que los forjó. Ellos sellan la herida y devuelven el aliento, una encomienda nada sencilla.
Cuba siempre elevó el potencial de sus médicos, y ellos elevaron a Cuba. A lo largo de las décadas de Revolución, nuestro sistema de Salud realizó admirables proezas que jamás deberán obviarse en la historia que aún se escribe. Más allá de la calidad en los servicios, el mundo reconoce a los doctores cubanos por su sólida formación e intachable conducta ética. Nuestra pequeña isla, por más insólito que parezca, erradicó padecimientos, impulsó campañas de inmunización para proteger la vida desde edades tempranas y creó medicamentos y vacunas que trascendieron fronteras. Detrás de ello, esfuerzos anónimos y rostros desconocidos dejaron más que el sudor y los latidos, la convicción plena de servir a los hombres y el sentido de pertenencia hacia un país que quiso «médicos y no bombas».
No obstante, este relato de victorias y empuñaduras no solo comprende páginas alegres. Hay mucho de lágrimas y dolor en lo que algunos aún niegan o minimizan. La existencia de un cerco norteamericano en torno al desarrollo de la sociedad ha repercutido significativamente en el progreso de la salud, aun cuando el sector ostenta el título de ser una de las mayores conquistas que gratifican a esta tierra. La Medicina cubana ha visto frustrados los sueños de una mejor solución para vidas en juego. Desde dificultades en la adquisición de tecnológicas, equipamiento o recursos, hasta la prohibición de comercios y contratos han hecho del bloqueo un derroche de hostilidad en todos los ámbitos. Y, si bien no podemos cambiar la dura realidad que nos ralentiza los pasos, debemos aceptar que todo se torna más sensible cuando el derecho a vivir parece la diana de tantos flechazos.
Tiempos difíciles corren y ahogan. Además de amenazas externas, las dificultades del día a día se hacen evidentes e innegables. Justo aquí, llegamos a ese momento donde el ser médico pide a gritos una capa que sí permita lanzar poderes. Así como otras esferas, la Medicina también asume los desafíos del contexto. La actualidad se empeña en retar, a la vez que términos como economía, migración o emigración danzan sobre el escenario con el fin de imponer reflexiones.
Pero, ¿qué hay de esos corazones que aún laten por un futuro posible? ¿Qué hay de esos espíritus que deciden hacerle frente a las carencias para continuar su misión divina? Nadie dijo que era fácil; pero, en medio del caos, puedes encontrarlos. Médicos que se despojaron de un convulso amanecer en el hogar para llegar temprano al salón. Médicos que, tal vez en este exacto momento, se ausentaron a un evento de sus hijos porque los llamó el deber de analizar una patología única con nombre raro. Profesionales que apenas han interactuado con sus familias en la semana, o han evadido sus propios problemas y malestares para darlo todo en otra jornada de trabajo. Y qué decir de esos que, aunque peinan canas, retiran la bata del perchero para salir a formar a otros médicos o, en el más común de los casos, sobreviven a madrugadas de guardias y cuidados.
Tenemos cirujanos que reciben neonatos, equipos arropados de verde en las salas de terapia, seres de luz en policlínicos de la comunidad o consultorios rurales. Existen médicos que duermen con los libros de su especialidad en las manos. Sobre ellos se deposita la confianza de una nación que ha esparcido su potencial por el globo terráqueo como prueba de un internacionalismo consagrado. Cuba ha forjado a titanes que se batieron contra una pandemia, que se movilizaron ante huracanes y desastres, que no dudaron ni un segundo en atravesar el mar y curar en lejanas tierras.
Cada 3 de diciembre se celebra el Día de la Medicina Latinoamericana, la fecha se estableció en honor del natalicio del doctor Carlos J. Finlay, quien descubrió el agente transmisor de la fiebre amarilla. Pero no bastan 24 horas del calendario para agradecer a los valientes. Hay que abrazar el humanismo que todavía los mueve y sus ganas de besar el mundo.
