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Recuerdo y lecciones de la Crisis de Octubre

«Nunca me he sentido más orgulloso de ser hijo de este pueblo», dijo Fidel con razón en aquellos días

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En cuanto el director terminó de leer la breve y absurda orientación que nos enviaron aquel lunes 22, me fui al cuarto de literas en que vivía, me puse el verde olivo y recogí algunas prendas y mi nailon en una mochila militar, mi pistola, una libreta y un libro. El compañero de la litera de abajo, ya mayor, un hombre que siempre fue muy disciplinado, me miraba con asombro. Al fin no resistió y me preguntó algo obvio: «¿adónde vas?». Le respondí, suavemente: «pa’l carajo». De inmediato me fugué de la escuela, que todavía no se llamaba Raúl Cepero Bonilla.

Kennedy lo sabía desde el día 14. En realidad, los términos principales de la cuestión estaban acumulándose desde hacía meses. EE. UU. había arreciado en sus agresiones y multiplicado las formas subversivas contra Cuba, y las diferencias de criterios en el equipo imperialista eran entre los que confiaban en que el Plan Mangosta culminaría en una gran revuelta del pueblo desesperado contra su propia revolución y una acción «final» salvadora norteamericana, y los que, peores, pero menos ilusos, solo creían efectivos grandes bombardeos aéreos y una invasión militar masiva. El presidente Kennedy lideraba a los primeros. La naturaleza de la cuestión para ellos era el derecho del más fuerte, que debía hacer sucumbir a Cuba; la presencia nuclear soviética fue el accidente.

Formaron nuestra Unidad Militar 2254, reserva de las far, con toda la gente que llegó tan velozmente como yo, y nos montaron en camiones. Pasamos por la avenida 41 de Marianao hacia el oeste, no más de cuatro horas después del discurso de Kennedy. Un gentío mucho mayor que el que había recibido a Ben Bella una semana antes nos gritaba, aplaudía, cantaba y gritaba consignas. Sobre la cama de los camiones, nosotros cantábamos canciones más bien groseras. Después la caravana se hundió en la noche de octubre, pasando de vez en cuando a través de pequeños pueblos silenciosos. Pronto llegamos a la entrada de la Sierra del Rosario y a nuestro primer destino: la defensa circular de lo que después nos dijeron que era una base soviética de cohetes nucleares. Siempre me impresionó cuántas cosas militares se hacen en la oscuridad y uno no las ve: las palpa, las supone, o nada.

Ellos se reunían varias veces todos los días, entre ofendidos y asustados ante la audacia de los soviéticos. La sombra del mal se había trasladado del Lejano Oriente –lleno al fin y al cabo de pueblos «de color»– y del centro de Europa –con sus gobiernos amigos que sabían que tenían mucho que perder, y un ejército propio en Alemania– al patio mismo de la casa. Es más, los técnicos ofrecían datos fríos y terribles: las cabezas nucleares lanzadas desde Cuba podían estallar en cualquier parte de ee. uu. Los jefes militares y los «halcones» insistían en bombardeos y acciones armadas, y exigían que no se perdiera más tiempo, pero no podían asegurar impunidad para el territorio yanqui, ni negarle al presidente que si las tropas desembarcaban en Cuba sufrirían enormes pérdidas. Los más juiciosos comprendían que la operación de liquidar la Revolución Cubana se había enredado tanto que podía desembocar en una catástrofe mundial. Además, sabían que estaban violando reglas tácitas de la geopolítica de «guerra fría» y –algo mucho menos importante– el Derecho Internacional. A pesar del bloqueo naval y otras medidas tomadas, toda aquella semana de octubre los gobernantes norteamericanos vivieron entre la mayor zozobra y la esperanza de negociar.

Los dos primeros días no comimos nada, salvo azúcar y una pequeña lata de sardinas que el comisario Santi dividió entre 148 hombres, untando la galleta que dieron por persona con la hoja de una bayoneta. Aquel milagro lo hizo famoso. La segunda noche fue inolvidable. En medio de la oscuridad habían tendido alambres y altavoces, y de pronto escuchamos el discurso de Fidel, que a nombre de todos ratificaba la posición revolucionaria e intransigente de Cuba, desafiaba al imperio y maltrataba a Kennedy. Nos hizo felices. Trajeron diarios por la mañana y leímos que el planeta estaba abismado por la inminencia de la guerra nuclear, y que en varias ciudades aconsejaban llenar las bañaderas para sobrevivir a la hecatombe. Eran dos mundos: el de ellos y el nuestro. Supimos que pertenecíamos a la División Antidesembarco de Occidente, mandada por un joven comandante que un día se apareció en camiseta verde olivo, sin insignias, Samuel Rodiles Planas. Pero antes de conocerlo sufrimos su orden de hacer trincheras sin cesar y abrigarlas con troncos. A las 11 de la noche, tenaces pero hambrientos, decidimos parar y dormir un poco. Fue providencial, porque a la una de la madrugada nos levantaron y ordenaron recoger todo y salir de marcha.

Caminamos con todo el equipo encima hasta el mediodía, atravesando la llanura que corre junto a la costa hasta llegar a ella, nuestro segundo y definitivo destino: la primera línea de defensa contra la dirección del golpe principal –que es como le llaman los militares– de los esperados invasores, el sector entre El Mariel y la base militar Granma. Se distribuyeron las unidades y la mía, la 2da. batería del grupo de cañones 85 mm de la División ocupó su sector, y se lanzó a hacer emplazamientos y trincheras. Como los hormigueros, éramos incansables y organizados. Por el telescopio-periscopio –el TP– se podía ver un buen número de naves de guerra norteamericanas. No nos permitían bajar hasta el mar, pero nos dijeron que en la arena habían enterrado cinco tanques Sherman hasta dejar fuera solamente las torretas, que estaban llenos de balas para sus cañones y dentro había voluntarios rebeldes que las dispararían. Hoy me parece simpático el comentario que hizo alguien, de que solo una bomba atómica podría destruir aquellos tanques.

Para alegría general, comenzaron a llegar calderos llenos de «carne rusa» y arroz. No hicimos caso a que la comida estaba fría, pero los fumadores supieron una noticia que después los agobiaría durante un mes: estaba prohibido encender ningún fuego, ni para fumar. Lo cierto es que en esos primeros días nadie reparaba en nada que no fuera la preparación de las condiciones para la defensa. Reinaba una decisión de combatir y una pasión que no se expresaban mediante consignas ni frases exaltadas. En realidad, hablábamos inclusive de cosas triviales, mientras vivíamos una experiencia singular. Yo pertenecía entonces al pelotón de exploración y defensa de la batería, pero a falta de comunicador me pidieron que hiciera un «curso» muy rápido: en dos días y medio aprendí a manejar el R-105D, con sus antenas diferentes.

Al inicio vimos por primera vez fusiles AK, en manos de postas soviéticas, pero nunca los contactamos y enseguida quedamos alejados de ellos. Como me tocaba salir mucho en patrullas de recorrido, varias veces vi pasar vehículos con jóvenes soldados soviéticos. Desde que venían lejos, al pasar junto a nosotros y hasta que se perdían, nos gritaban «¡tavarichi, tavarichi!», con el puño izquierdo en alto. Después he sabido que eran más de 40 000 en el país, que sufrieron los choques del trópico y trabajaron muy duro en los meses que estuvieron aquí, y que tuvieron un comportamiento muy solidario con la posición cubana durante la Crisis de Octubre. Desde el fondo del recuerdo alimentan la distinción tajante que hago siempre entre las direcciones «de izquierda» que no han sido revolucionarias y que es necesario condenar, y los militantes y cuadros de esas mismas organizaciones que han sido entregados a la causa, abnegados y capaces de cualquier sacrificio.

El viernes 26 íbamos en patrulla cuando un avión norteamericano apareció, se acercó y nos sobrevoló sin apuro. Se dio la orden de no disparar, pero estábamos tan indignados que nadie se tiró al suelo. Nos quedamos todos de pie, con los fusiles en las manos. Si querían humillarnos, fracasaron.

Ese mismo día un rumor recorrió toda la división: los norteamericanos iban a desembarcar esa misma noche. Por la tarde trajeron la comida fría, que todos devoramos. Un teniente muy simpático, graduado de Artillería, nos explicó a un grupo cómo se hacía un desembarco yanqui en grande, desde el trabajo previo de balizas y hombres rana, el fuego de la artillería naval y los bombardeos aéreos, la llegada de las primeras barcazas, el desembarco de la masa de infantería, la entrada de carros blindados y cañones, todo siguiendo un horario militar que iba detallando, a partir de las 23 horas. Cuando casi iba por las 05, un incauto le preguntó: «Teniente, ¿y nosotros?». El oficial le respondió: «Tú no te preocupes. Nosotros estamos muertos entre las 00 y las 02».

Al cabo de medio siglo me doy cuenta de que nadie dio señales visibles de miedo, o siquiera de preocupación. Y desde hace dos décadas, todos hemos sabido que aquel día y aquella noche los que estaban dispuestos a combatir se prepararon para hacerlo, mientras los jefes de las dos superpotencias comenzaban a dialogar con vista a llegar a negociar un entendimiento entre ellos, a espaldas de Cuba. 

El sábado fue un día de mucha tensión. En el mar, se suponía, podría estallar el conflicto al llegar barcos soviéticos a la línea en que los navíos norteamericanos pretenderían abordarlos y registrarlos. Pero una noticia formidable entusiasmó a todo el mundo: ¡una batería antiaérea había derribado un avión U-2! Cuba no tenía armas capaces de alcanzarlo, por lo que estaba claro que habían sido los soldados soviéticos. Pero aquel mismo día se ponían de acuerdo Jruschov y Kennedy, y la mañana del domingo 28 Radio Moscú transmitió una carta del primero al segundo en la que se daba por satisfecho con las promesas norteamericanas acerca de Cuba y anunciaba el retiro de las armas soviéticas en discusión. Esa misma tarde, Fidel expuso a Cuba y al mundo nuestra posición: la única garantía aceptable era que ee. uu. cumpliera los Cinco Puntos que planteaba la Revolución. El cese del bloqueo económico y del sistema de agresiones, y la devolución del territorio ocupado en Guantánamo, era la exigencia cubana, frente al imperialismo y frente a las maniobras y las concesiones que la razón de Estado les había dictado a quienes se llamaban socialistas.

Un sentimiento de frustración recorrió el país al conocer la actuación del gobierno de la URSS y su falta de respeto. No era una hermandad, sino una alianza con sus límites; el socialismo no era un camino simple, ni era bueno todo lo que venía de él. Pero no sentimos desánimo, ni perdimos confianza en nuestra causa: la Revolución era un torrente desatado y un ideal superior, que vencía todos los obstáculos y se imponía a todos sus enemigos. «Nunca me he sentido más orgulloso de ser hijo de este pueblo», dijo Fidel con razón en aquellos días. Y el 7 de diciembre de aquel año, el Che resumió la actitud cubana durante la Crisis: «Nuestro pueblo todo se volvió un Maceo».

Pero nosotros no nos sabíamos históricos. De manera que continuamos sobre las armas, mientras venían U Thant –secretario de la ONU, invitado por Cuba– el martes 30, y dos días después Anastas Mikoyan, vicepremier soviético y el último de los antiguos bolcheviques con cargo, enviado por Jruschov. Siempre teníamos navíos norteamericanos a la vista por el TP de la batería, y nos distraíamos contándolos. Desde el día 31, ellos esperaban a los barcos soviéticos que comenzaron a retirar los armamentos para inspeccionarlos mar afuera, porque sabían que las aguas territoriales eran cubanas, y todos sabían que a Cuba no podía venir nadie a inspeccionar nada. Los que sí entraban sin permiso eran los «nortes», que nos hacían pasar mucho frío en las guardias de cada madrugada, y las lloviznas vespertinas.

Solo al cumplirse un mes del inicio de la crisis se corrió con gran fuerza y velocidad el rumor: nos van a desmovilizar. Y era verdad. Cuando mandaron a recoger todo fuimos muy eficientes y entusiastas, y enseguida estuvimos listos para partir. Sobre la cama de los camiones en camino a La Habana sentimos que nos íbamos a congelar, pero no escuché ninguna protesta. Y al entrar de regreso en la escuela, un poco preocupado por mi salida irregular y por no haber leído ni una página del libro que llevé conmigo, todos me aplaudieron, como si hubiera pronunciado una conferencia magistral.

El lunes 22 hará 50 años* de aquella tarde en que el presidente de EE. UU. habló y se inició la crisis internacional más grande desde la Segunda Guerra Mundial, la única hasta hoy que ha puesto al mundo al borde de una guerra nuclear. Un enfrentamiento que, paradójicamente, llevó a las dos superpotencias a convenir que debían controlar y limitar sus contradicciones. Pero para nosotros, los cubanos, que hemos tenido que llegar a ser lo que somos por nuestra cuenta, aquella no fue la Crisis de los Misiles, sino la Crisis de Octubre. Mediante la actuación decidida y el aferramiento a los principios del pueblo y sus dirigentes, Cuba conservó lo esencial, su soberanía y su Revolución, frente a la necesidad de hacer concesiones y retroceder que cualquier analista serio hubiera podido aconsejar. Y venció al mayor intento que hizo EE. UU. contra ella. Como en todos los demás momentos decisivos del largo proceso, la reducción a lo posible era errónea y funesta. La gesta de octubre y el pueblo de octubre no son solamente parte de un pasado heroico para el recuerdo, son una demostración del camino a recorrer.

* Este texto fue escrito y publicado hace una década.

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