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Volver a mirar a las abuelas

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Han comenzado otra vez. Una de estas mañanas, del parquecito comenzó a colarse por las ventanas de los edificios como un murmullo.

No era el piar de los gorriones, pero se parecía; tampoco el sonido como de música en sordina que hacen las hojas del flamboyán cuando a la brisa le da por juguetear; pero se parecía. Era un cierto ronronear de contentura, como si al día le estuvieran rascando su barrigota cual gato gigante amanecido.

Me asomé por la ventana, y allí estaban otra vez. Con sus pulóveres blancos, sus pantalones deportivos y esa alegría tierna que solo saben pastorear los niños y los de pelo cano. Las abuelas habían vuelto a conquistar el parque para empezar cada jornada con sus ejercicios.

Se saludaban todas alborozadas, sin besarse ni abrazarse, pero con la contentura desbordándoseles de los nasobucos y los puños entrechocados. Parecían escolares de vuelta a clases o a la orilla de la playa.

Fue un acontecimiento intrascendente para  muchos, no apareció en ningún titular y ni un solo fotógrafo se personó por allí. Creo que solo yo me apuré a buscar el teléfono para salvar del olvido aquella imagen.

Sucede que ellas, con sus ejercicios y su alegría de coralillos, eran un aviso seguro, una de las mejores confirmaciones de que vamos saliendo, volviendo a renacer.

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