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De tus manos a otra piel

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«¿A qué edad se aprende a ser buen amante?», escribe un joven lector, recién llegado a nuestra sección a través de la web. Según sus amigos, los hombres «nacen sabiendo», pero él siente que necesita más, y no le da pena preguntarlo.

Ciertamente, hay algo de intuitivo en la exploración de un cuerpo ajeno con el que se pretende resonar cuando la meta es ese misterioso orgasmo «de película», más sublime y profundo que una simple descarga fisiológica.

La intuición guía, sí, pero también se necesita aprendizaje para el refinamiento de todos los sentidos. Aunque el acto reproductivo está codificado en nuestro ADN como necesidad de la especie para un momento puntual, amar a otro y demostrarlo con el cuerpo es todo un arte: una historia que vas contando por todos tus poros y debe ser percibida en esa misma magnitud para lograr la magia, desde su inicio cauteloso hasta su explosivo desenlace.

En las culturas ancestrales amerindias, donde la «tecnología» estaba dirigida a potenciar la naturaleza sin dañarla, el arte de la sexualidad se enseñaba desde la pubertad de una manera integral y enfocada al desarrollo del ser humano.

Entre los incas, por ejemplo, como también entre los mayas, toltecas y aztecas, lo masculino y lo femenino representaban fuerzas indisolubles, cuya complementariedad durante el sexo hacía posible la constitución del orden universal.

En esas circunstancias, el goce sexual era un diálogo sagrado, un modo de conectarse con energías inexplicables que desarrollan tus talentos ocultos, más allá incluso de la atracción espontánea y furtiva, porque entonces los matrimonios eran arreglados por razones administrativas, no sentimentales, pero tenían la posibilidad de echarse atrás si el encuentro erótico no aportaba a ambos (y por ende a la comunidad) toda la dicha espiritual y física que cabría esperarse.

Algunas de las prácticas educativas de la etapa precolombina resultarían bizarras o ilegales para nuestros tiempos, pero otras nos dejan con la boca abierta por su simpleza y efectividad.

Por ejemplo, según cuenta el sicólogo argentino Roberto Pérez, quien ha estudiado un legado de varios miles de años para comparar latitudes y épocas, a los varones se les enseñaban oficios manuales, como la alfarería, la orfebrería, los telares y la talla en madera, roca y piel, para que desarrollaran la habilidad de moldear un recurso natural con cuidado y convertirlo en algo bello y útil.

Entrenar la sensibilidad de las manos, practicar la concentración de la mirada y los gestos, hacer algo que sirviera a otros y durara más allá del momento
creativo, incluso si era frágil o pequeño, eran un modo de crecer también como amantes, y como buenos proveedores para la familia que vendría después, porque un hombre que no supiera tocar una piedra, poco demostraría en el cuerpo de una mujer.

También se potenciaban habilidades para la música: construir y hacer hablar a un instrumento era un modo de despertar los espíritus, acercarlos, y el buen sexo es, a la larga, un ejercicio de comunión espiritual, que necesita tiempo y ritmo para ser eficaz.

También entre los mayas se exaltaba la carnalidad y el placer como un camino de trascendencia hacia las estrellas. El deseo sexual formaba parte de los ritos de guerra y religión. La vida es un don pasajero, decían, y el cuerpo sexual solo conoce lo que logra sentir, a diferencia del cuerpo sutil o energético (del que también hablan otras civilizaciones), muy conectado con el cosmos y la sabiduría ancestral.

Por esa razón se entrenaban en oficios y las artes para «sentir» a plenitud durante las relaciones carnales, que en el caso de los mayas solo eran bien vistas entre personas de diferente sexo después del matrimonio, a diferencia de los incas y los aruacos (por mencionar un grupo más cercano a Cuba), que estimulaban la experimentación previa con pocas restricciones, y si la fama como amante era buena, las posibilidades de concertar un buen matrimonio serían mayores.

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