Pedazos y conformaciones de la Patria
Nación, cultura popular y proyecto de país van de la mano
Cuando pasen los años y haya que medir el impacto de las políticas públicas que se ocuparon del tema de las tradiciones, ahí estará todo lo acontecido con el mundo del campo, con la oralidad y las muchas armas de las identidades locales. Cuba está llena de sucesos que la explican desde lo pequeño y que la engrandecen: los guateques a la luz de la luna y de los quinqués, los dicharachos de las personas de pueblo, las formas de vestir y las recetas de cocina son solo aspectos de un magma mayor. Y cuando las cuestiones de la cultura nacen desde adentro, no se pueden borrar.
Hay una memoria que acude al encuentro de todo aquel que indague en el interior de la isla, esa que nos habla de un pasado en el cual las tristezas, las miserias, hallaban una codificación diferente en nosotros. Y se trata de ese el arte popular, de las fiestas de los bateyes y los instantes de felicidad que nos llevaban más lejos como habitantes de una historia en ocasiones gris. Cuba no se rindió porque en parte en medio de la desgracia tenia el valor de reír y de hacer de aquellos pasajes una farsa digerible.
La visión de la cultura popular desde la redención no es algo nuevo, de hecho, se trata de un abordaje en el cual persisten elementos contradictorios. Por una parte, hay ese impulso más que humano por trascender las fronteras físicas, por otra, la básica cuestión que nos compele a ser hombres y mujeres de un tiempo finito. Y es que no puede hacerse un país constantemente entre conatos de identidades contrapuestas, sino que lo cotidiano con su carga liberadora debe estar presente. Hay que decir que sin los cantos de los sinsontes imitados por los seres humanos que viven en las montañas, sin los campesinos sencillos que acompañaron a Martí, sin la gente que inspiró los cuentos de Onelio Jorge Cardoso; la soberanía no hubiera sido posible.
Más que poesía, cabe recordar cómo la épica se nutre de los pasajes de lo diario, de aquello que está condenado a una vida pasajera, pero que deja huellas y que con esas resonancias se va sedimentando una nación. Y en ese espacio de luz se estaban desarrollando los elementos de una conformación casi religiosa de lo que somos. La patria posee altares sagrados y uno de esos es la cultura popular. Cuando se entienda que nada de lo que significa esencia puede prescindir del pueblo, habremos entrado en un estamento por encima de lo común en cuanto a comprensión y acceso a una percepción clara de país.
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El pueblo es lo que se ve cuando uno viaja al interior y en medio de una parranda ve la alegría de aquellas personas comunes, esas que no aspiran a otra cosa que a esos momentos de colectividad. No existe, allí, ambición por poseer grandes riquezas materiales, ni por amasar aquello que es de otros. En ese sentimiento de hermandad se expresa aquello que alguna vez fue núcleo del proceso identitario y que hoy toca validar, reposicionar.
Sin parrandas, sin espacios de experiencias populares, sin oralidad y sin acceso a una dignidad de esos elementos; la patria no puede mostrarse. Apenas podemos hablar de ese ser inmenso si no le damos toda la totalidad que merece. Y es en ese instante en el cual nada de lo que poseemos es suficiente. La nación exige de los hijos no solo entenderla, sino que el trabajo que hacemos no quede en el olvido cuando es algo útil, concienciador.
Quien haya ido a un concierto de José María Vitier y escuche un fragmento o en su integridad la Misa Cubana, sabe a qué me refiero. En esa pieza, expresión culta de elementos de la popularidad ancestral, está resumido el amor a una isla quizás a pesar de las peores condiciones. Más que una exaltación de tipo sacro, se trata de una oportunidad para acercarnos a lo que nos falta como cubanos, a esa fe que es menester recobrar y poderla dirigir como merece.
La tradición nos engrandece y nos lleva a esos años en los cuales el eco de los antepasados iba con toda la gloria. Ortiz habló del linaje de los tambores que levanta el recuerdo de los pueblos originarios y de las raíces. Un orgullo dormido, una dignidad que nos fortalece y que para nada es superficial. Porque lo culto y lo popular conforman una misma cosa, ambos unidos por el tiempo y el espacio. Si Bach era de consumo común en iglesias de pueblo en su época, hoy lo valoramos como la cumbre de la música barroca y universal. Y en esos procesos de reconformación de las identidades y de las jerarquías están siempre las naciones.
Entonces, que nadie olvide de donde viene, que no se nos quede apagada la luz cuando vayamos de viaje y que, siempre que podamos, hagamos sonar los tambores en medio de las plazas europeas, asiáticas o americanas. Ese universalismo cubano no es ego, no es banalidad, sino conciencia de lo que somos. Y en tal sentido, la patria se hace de los pedazos inmateriales de ese sano orgullo.