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Fidel, el pueblo y la verdadera Revolución

Aquella caravana de barbudos solo marcaría en realidad el comienzo de una nueva lucha. Una más descarnada y compleja, que implicaba la transformación radical de la vida política, social y cultural del país…
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Hace 65 años Fidel Castro llegaría a La Habana acompañado de su Ejército Rebelde. Antes, tras largos años de lucha guerrillera, había conseguido derrocar el gobierno del dictador Fulgencio Batista y asegurar las principales posiciones militares del país.

Para muchos su entrada en la capital marcó el fin de un proceso de liberación que inició en 1868 contra el colonialismo español y que se vio frustrado por la intromisión estadounidense a principios del siglo XX.

Y, ciertamente, el carácter nacionalista impregnado a la guerra por el Movimiento Revolucionario 26 de Julio con programa del Moncada brindó las certezas sobre un proyecto de nación cuanto menos diferente y divorciado de las fórmulas clásicas de la democracia liberal.

Pero aquella caravana de barbudos solo marcaría en realidad el comienzo de una nueva lucha. Una más descarnada y compleja, que implicaba la transformación radical de la vida política, social y cultural del país; y, por si fuera poco, el previsible enfrentamiento con los intereses regionales de Estados Unidos.

A partir de ahí se desencadenaría entonces en la Isla, tal y como lo atestiguara el filósofo francés Jean Paul Sartre, un proceso de radicalización política e ideológica catalizado primero por la gestión de Dwight D. Eisenhower y luego por el resto de las administraciones con agresiones de todo tipo que perduran hasta nuestros días.

Las palabras pronunciadas por Fidel en Ciudad Libertad aquel 8 de enero de 1959 alertaron de la complejidad y del peligro que se corría al intentar tan extraordinario objetivo burlando al mismo tiempo los pérfidos preceptos de la Doctrina Monroe. Sin embargo, ya en aquella fecha apostaría por el pueblo no solo para defender las conquistas que vendrían, sino para liderar con su juicio la renovación del país.

Su irremediable convicción en el poder de las masas fue, quizá, el primer sello distintivo de lo que se consideraría Revolución. Por eso tampoco tardó en reconocer al pueblo como el único capaz de revocar los futuros logros. De ahí su fe ciega en la construcción colectiva de la nación por y para los más humildes, basados, sobre todo, en la verdad como arma infalible.

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