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La medalla son mis alumnos

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En el Día del Educador pasan por la memoria tantas voces anónimas que armaron saberes y afectos entre las paredes del aula. Hoy no hablaré de Leo, mi maestra de primaria, imagen borrosa en la que no se apaga la alegría de verse rodeada de niños.

Tampoco de Isthar Medes, que en un batey de guajiros defendía el amor, ni evocaré la historia de aquel maestro de Física que se concentraba tanto en explicar la ley de la inercia, que no se enteró de las tizas mal tiradas que chocaban contra la verde pizarra.

Me urge hablar de una profesora de español. Muchas veces mi hijo más pequeño llegó del preuniversitario hablándome de sus clases, y de una señora mayor, jubilada, con una ternura sin límites. Elia es su nombre. Comentaba de cómo los seducía, llevándolos con preguntas, historias, poesías y documentos a distintos rincones de la geografía o del alma.

«Sabe de todo, papá», me dijo emocionado, como si por sus ojos pasara algún descubrimiento, un verso conmovedor, José Martí en un carro de hojas verdes, o los abrazos de Romeo y Julieta.

Elia no se molesta ni les grita, da los «buenos días», como una madre que acaba de despertar a sus hijos. Desde el amor construye e invita a pensar, y deja que cada alumno llene su equipaje de asombros y preguntas.

Sentí necesidad de conocer a la profesora de Español del preuniversitario Celia Sánchez Manduley, de la Isla de la Juventud. Tuve frente a mí a una de esas personas que dejan ver la frase centelleante de José de la Luz: «Instruir puede cualquiera. Educar solo quien sea un evangelio vivo».

Fue maestra Makarenko y subió el Pico Turquino. Su viaje por el magisterio cubano la llevó a escalar por el alma de sus niños. Dice que a un estudiante jamás hay que castigarlo sacándolo del aula, pues algo parecido a la derrota hay cuando eso sucede.

Me comentó que en cada casa no hay nada más importante que un niño. Esa persona tan especial para la familia es la que ella recibe en el aula. Ante la pregunta sobre los retos de la educación en estos tiempos, aseguró que hay que poner todo el protagonismo posible en los jóvenes.

¡Cuántos maestros como Elia Tortosa necesitamos! Profesores que no den espacio al grito y sí a la ternura. Educadores del diálogo y las preguntas; esos que saben que de los niños y jóvenes también se aprende.

Podemos ser profesores de Español, Matemática o Historia, pero no solo hablemos de verbos, ecuaciones o pasajes históricos. Es preciso enseñar a pensar y a amar. El mundo es complejo, y muchas veces no tenemos contacto con la realidad, sino con una representación manipulada de esta.

¿Cómo navegar, por ejemplo, por internet, sin la brújula de la cultura? ¿Cuánto puede hacer un maestro para dar a sus alumnos herramientas de emancipación, respeto y dignidad, ahora que nuestros muchachos son más inquietos y llegan a las aulas repletos de aditamentos tecnológicos?

Expresa Elia que llegó tarde a las tecnologías, pero eso no le ha impedido educar, conmover, estar al tanto de los descubrimientos de la ciencia y soltar, en medio de la clase, unos versos tremendos de Vallejo.

Guy Debord aseguraba que los jóvenes han sido autorizados a elegir entre el amor y la basura. No sé cuántos escogen la basura, pero sé que Elia pone sobre la mesa del aula la opción del amor.

Su humildad es otra lección de humanidad, y afirma con orgullo: «La medalla son mis alumnos».

Sé que hay maestras y maestros como Elia en mi país, sin embargo, no quiero que termine el año sin que sepa siempre, que ella echó semillas en el surco, y con la lluvia, y un poco de sudor, hace posible que brote, en el alma de un niño, algo luminoso parecido a la primavera.

Hay muchos maestros que ya no están y siguen vivos en el amor de sus alumnos, como una medalla que brilla en el silencio de los homenajes.

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