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El «imperio americano»: la filosofía del despojo y sus consecuencias

A juzgar por el mundo en crisis que vivimos, hemos llegado al último de los despojos, o a la última de las guerras

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Fidel, en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el 26 de septiembre de 1960, subrayó: «Las guerras, desde el principio de la humanidad, han surgido, fundamentalmente, por una razón: el deseo de unos de despojar a otros de sus riquezas. ¡Desaparezca la filosofía del despojo, y habrá desaparecido la filosofía de la guerra!».

Pero como continuaron el despojo y la explotación de los países por monopolios e imperios, continuaron las guerras…, y despojos y guerras nos han traído hasta hoy, a la previsible antesala del último de los imperios, o de la última de las guerras.

Cierto es que la humanidad desde sus inicios inventó las guerras, y estas los imperios, y con ellos los despojos masivos; pero no fue hasta hace unos 2 500 años, a partir del imperio persa, que todos los imperios proclamaran que lo hacían «para beneficio de todos».

Siglos después, hará unos 500 años, «los descubrimientos» primero y «la conquista» después, hicieron posible que, en su cuna, Inglaterra, la llamada «acumulación originaria» y el capitalismo, impulsados por la codicia, y las guerras, engendraron nuevos imperios.

Solo que estos nuevos imperios serían, desde entonces, de otro tipo y aún mayores: el inglés, el español, el francés…, hasta que a finales del siglo XIX y principios del XX el capitalismo se convirtiera en «capitalismo monopolista», y también en el imperialismo que, como el capital mismo, naciera «chorreando sangre y lodo por todos y cada uno de sus poros», lo que lo haría romper las barreras regionales y desatar las guerras mundiales.

También los «descubrimientos» habían propiciado, en 1620, el desembarco del Mayflower con sus peregrinos, en lo que es hoy territorio de ee. uu., «para la gloria de Dios y el avance de la fe cristiana», que dio inicio al despojo, por los forasteros, de los territorios habitados por los pueblos originarios, lo que no se detendría hasta la conquista del Oeste.

El despojo continuaría con la guerra Estados Unidos-México (1846-1848) y su resultado: la «cesión» por México de más de la mitad de su territorio al vencedor, el mismo que había estafado a España con la supuesta compra de la Florida (1810), y de Alaska a Rusia (1867). Así el naciente imperio completó su territorio continental.

Casi todo el siglo XIX fue preparatorio para que EE. UU. llegara a proclamar que toda intervención europea en América sería vista como un acto de agresión, lo que se sintetizaría en la posteriormente proclamada Doctrina Monroe, y su «América para los americanos». En 1898, luego de la voladura del Maine, nuestra Guerra de independencia fue renombrada Guerra hispanoamericana. La «pequeña guerra espléndida», de tres meses, de EE. UU. contra España, con la que nació «el imperio americano».

Después llegó la Primera Guerra Mundial (1914-1918), a la que EE. UU. entró en 1917 (a un año de su terminación); y en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se incorporó dos años después de iniciada, en 1941, tras el ataque a Pearl Harbor. Al cabo de esta última, comenzó la Guerra Fría y la hegemonía «usamericana» en Occidente, inicio del mundo bipolar que se haría unipolar, luego de la implosión de la urss, en 1991.

Estas tres guerras fueron también las de la emergencia de EE. UU. como primera potencia mundial, que aprovechó la riqueza acumulada durante estas. Eso fue posible tanto por la debilidad de la Europa destruida por las guerras y por la descolonización que la empobreció, como por la del Japón convertido en protectorado, luego del crimen de Hiroshima y Nagasaki. Incluso, tuvo que ver la urss endeudada –por el préstamo y arriendo con EE. UU.– y la dependencia de Europa del Plan Marshall estadounidense.

Las guerras que habían sido resultado de la pugna entre las viejas y nuevas potencias –las que se habían repartido el mundo y las que querían un nuevo reparto: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Japón– también crearon el ambiente propicio para la reafirmación de los nacionalismos, a fin de obtener privilegios territoriales y políticos generadores de tensiones, alianzas políticas y militares y una carrera armamentista, de lo que el naciente imperio bien supo aprovecharse.

Según la lógica del sistema, como se habían necesitado las dos guerras mundiales para sacar al capitalismo de las depresiones –en particular de la segunda, para sacarlo de la Gran Depresión–, y de la Guerra Fría para legitimar, durante medio siglo, la expansión de los presupuestos militares, al resultar insuficientes, se hicieron necesarias para el imperio nuevas guerras, esta vez las más largas de la historia.

Así inició, por ejemplo, la Guerra contra el terror (2001), con el supuesto objetivo de derrocar el régimen talibán en Afganistán y pacificar la región. En realidad fue para mantener la economía en avance, luego del estancamiento crónico desde finales del pasado siglo, y de tratar de imponer el «orden basado en reglas», lo que, supuestamente, se lograría con nuevas guerras acompañadas de sanciones (medidas punitivas dirigidas a debilitar económicamente al adversario, aunque también mediáticas, comunicacionales, sicológicas, enmarcadas todas en la llamada guerra de cuarta generación).

¿Cuáles han sido las consecuencias de todo lo anterior?

Sin importar el medio de prensa ni la procedencia de la publicación –privada, gubernamental, de organismo internacional, de centro de investigación, sea un artículo científico o de divulgación– que reciba, busque en la internet, o caiga en sus manos, todos –con sus matices, en dependencia del origen– exponen y tratan de explicar las dificultades por las que atraviesa el mundo como consecuencia del efecto combinado de la crisis del modelo de dominación anglosajón –occidental, basado en el despojo–, la pandemia (con impacto mayor en los países empobrecidos), la caída de los mercados bursátiles, la inflación, la apreciación o depreciación de las divisas, la recesión, el desempleo, la pérdida de empleos, el subempleo y el multiempleo, la pérdida de poder adquisitivo del salario real y, como consecuencia, la imposibilidad de pagar las deudas contraídas para sobrevivir (incluidas las de las tarjetas de crédito), el alquiler, las facturas de electricidad y agua…, todo acompañado del aumento de los sin techo, de la mendicidad y del hambre.

Agravado por lo que ya una vez en la historia económica se había producido, simultaneando crisis e inflación, la denominada estanflación reapareció, impulsando a los bancos centrales a aumentar las tasas de interés (para tratar  de detener el aumento de los precios), lo que agudiza aún más la crisis que, al reflejarse en los mercados financieros de una economía ya desde antes «financierizada», impacta  –todavía más negativamente– sobre la deuda de los ya sobreendeudados países; aunque principal, y no únicamente, sobre la de los más explotados, los subdesarrollados.

Así las cosas, ya para todos es evidente que vivimos en un mundo en crisis; que solo la existencia de una corporatocracia global, situada por encima de los Estados naciones –que incluye a EE. UU., a Occidente y a su «orden basado en reglas»–, hace posible que se tomen decisiones por la supuesta burocracia dirigente de esos Estados que, lejos de fortalecer, disminuyen el peso de estos en la economía mundial, y hacen que su influencia en la geopolítica global decrezca.

Aunque la moneda del país hegemón sigue siendo la más utilizada –y, por ello, la divisa de referencia mundial–, y que el uso indiscriminado y sancionatorio que su dueño hace de ella conspira contra su credibilidad; aunque los organismos internacionales, como la onu, no sean capaces de impedir que se siga tratando de imponer el llamado «orden basado en reglas», va surgiendo un nuevo orden y organismos de consulta como el Brics, que lo van imponiendo.

Hemos llegado, entonces, al último de los despojos, o a la última de las guerras.

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