Con el pueblo y por el pueblo
La primera referencia formativa del joven Máximo Gómez se remite a la educación que recibiera de sus padres, Andrés Gómez y Clemencia Báez, «tan honorables como severos y virtuosos»; una disciplina férrea, propia del campo dominicano, solo delegable en la figura de los maestros de escuela, «de látigo y palmeta hasta por una sonrisa infantil», como los calificara Gómez.
Aquel joven amante del baile, la buena música, la poesía y de su entorno banilejo, decidió enrolarse en un proceso de liberación que lo convirtió, según sus propias palabras, en «revolucionario radical». Desde entonces luchaba, no por sostener los intereses de un caudillo militar en busca del poder político, sino por un ideal consistente en «cambiar cosas y hombres viejos, por cosas y hombres nuevos».
En los batallones dominicanos para enfrentar al invasor haitiano, en 1855, recibió su bautismo de fuego, y la incorporación a la vida política del país, con apenas 20 años de edad, fue clave en el proceso formativo de su personalidad. El campo de batalla impuso al joven otras reglas diferentes a las conocidas en su hogar; en una etapa que él definió como «transición eléctrica».
Un lustro después, otro hecho político impactaría en su vida: el llamado del general Pedro Santana a la anexión de República Dominicana a España, en 1861. El joven de 25 años de edad se alistó en las Reservas Dominicanas como secretario de la Tenencia de Gobierno de Baní.
El triunfo de la Revolución Restauradora contra la anexión lo obligó a salir de su tierra natal, en compañía de su madre y dos hermanas. Los escasos cuatro años que mediaron desde su llegada a Santiago de Cuba, en julio de 1865, hasta su incorporación a la guerra de independencia de Cuba, en octubre de 1868, comprendieron una etapa que podría denominarse «primeros descubrimientos».
La impronta de la realidad colonial esclavista cubana condicionó rápidamente, en Gómez, un proceso reflexivo que giró en torno a la revalorización de su conducta en tierras dominicanas.
En sus primeras notas autobiográficas, fechadas el 28 de marzo de 1876, en plena guerra de independencia en Cuba, se refirió al impacto de la «fatídica y degradante institución» de la esclavitud: «Cuando poco a poco me fui informando sentía unas impresiones horrorosas y sentía que se levantaba en mi alma un sentimiento que me hacía odiar a los españoles», y años después agregó: «Muy pronto me sentí yo adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el cual pesaba una gran desgracia; el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que era yo capaz de amar a los hombres».
Desde entonces hizo causa común con los independentistas cubanos levantados en armas el 10 de octubre de 1868, al llamado de Carlos Manuel de Céspedes, quien no tardó en asignarle un puesto en la revolución naciente, a las órdenes del General Donato Mármol.
Pronto su nombre quedó asociado a muchas de las más importantes acciones militares de la Guerra de los Diez Años. La primera carga al machete en Pinos de Baire apenas fue el preludio en su extensa carrera militar en Cuba. En circunstancias difíciles para las fuerzas mambisas, emprendió la invasión y campaña de Guantánamo (1871-1872), y tras la muerte del Mayor General Ignacio Agramonte, asumió el mando del Camagüey.
La campaña en esa región (1873-1874) tendría como objetivo principal preparar las condiciones para invadir a Las Villas, y de ahí continuar la marcha invasora hacia el extremo occidental de la Isla. A pesar del exitoso cruce de la trocha de Júcaro a Morón, el 6 de enero de 1875, factores diversos no permitieron cumplir los objetivos tácticos y estratégicos del proyecto invasor de Gómez en la Guerra Grande.
Luego de la firma del Pacto del Zanjón, el 10 de febrero de 1878, dejó el archipiélago, sin que por ello abandonara el ideal independentista. Años difíciles le esperaban: enfermedades y muerte de varios de sus hijos, las secuelas de la pobreza, el fracaso de sus empresas económicas, y las contradicciones con líderes revolucionarios.
Pero los conflictos personales fueron subordinados en todo momento al ideal independentista, siempre con el apoyo de su esposa Bernarda Toro, Manana. Cuando José Martí viajó a República Dominicana, en 1892, a ofrecerle el cargo de Delegado del Partido Revolucionario Cubano, algunos emigrados lo consideraron un fracaso de antemano. Alegaban que Gómez, de seguro, le guardaría recelos al joven Martí, a causa de su separación del Programa de San Pedro Sula, en 1884.
Pronto, el veterano descartó los rumores cuando, en carta al General Serafín Sánchez, expuso: «Porque Martí y yo somos dos átomos ante la grande idea de la redención de un pueblo y por la cual ambos nos encontramos fuertemente interesados. Cuando los hombres somos afines en sentimientos, el engranaje es un hecho, los pequeños estorbos, de forma o de carácter, esos se allanan con el roce».
Otra vez se despidió de su familia para enrolarse en el movimiento independentista que estalla en 1895, para el cual fue electo General en Jefe del Ejército Libertador, por el ramo de la guerra del Partido Revolucionario Cubano (prc). En la nueva contienda lo anima, tanto la anhelada unidad alcanzada por el delegado Martí, como la oposición al ideal independentista de importantes sectores y grupos de las «clases privilegiadas» o los «favorecidos de la fortuna»: «Nos dejan solos. Ahí está mi fe, porque todas las revoluciones que hacen los pueblos son las que principian por hacer temblar y concluyen con el triunfo. Solo el proletario tiene corazón bastante para llegar, donde quiera y por cualquier camino».
El 11 de abril de 1895 desembarcó, junto a Martí y otros expedicionarios, por Playita de Cajobabo, días después de haber firmado el Manifiesto de Montecristi redactado por el Delegado del prc. Una vez más se imponía la contienda invasora. La audacia e intrepidez sin límites se evidencian en cada una de sus campañas: la campaña Circular; en Camagüey (junio-octubre de 1895); La Lanzadera, en La Habana (enero-febrero de 1896); hasta llegar a la impresionante campaña de La Reforma, en Las Villas, entre 1897 y abril de 1898.
El 10 de diciembre de 1898 quedó firmado el tratado de paz acordado en París, entre España y Estados Unidos, en el cual no se mencionaba la independencia de Cuba. La crítica situación suscitó que el General Gómez, hasta ese momento atento al desenlace de los acontecimientos, rompiera el silencio y, en carta enviada a Edmond S. Meamy, desde Yaguajay, manifestara sus criterios sobre la conducta «dudosa» de «los hombres del Norte»: «Primero, contemplando indiferente por largo tiempo el asesinato de todo un pueblo, y segundo, y a la postre cuando se determinaron a intervenir en la cuestión y suprimir el verdugo, ya exánime el Pueblo, se le cobra el tardío favor con la humillante ocupación militar de la tierra sin un motivo racionalmente justificado».
Durante la ocupación militar de Estados Unidos, entre 1899 y 1902, pudiéramos advertir en Gómez la concepción de una estrategia política orientada a la retirada de las tropas interventoras en un plazo breve, y el inmediato establecimiento de la República de Cuba.
Los proyectos de creación de las Milicias Cubanas y de reconstrucción económica del país, las gestiones realizadas con las autoridades interventoras y, posteriormente, con los alcaldes electos en las diferentes municipalidades, con el objetivo de lograr la colocación de figuras procedentes del campo independentista en los destinos públicos del país, formaban también parte de sus proyecciones políticas.
Centro de ese accionar fue la búsqueda de la unidad entre el fragmentado independentismo. La concepción y defensa de la candidatura de Tomás Estrada Palma como presidente y Bartolomé Masó como vicepresidente de la República se insertaron entre sus postulados claves de unidad consustanciales a sus definiciones estratégicas.
Por otra parte, sostenedor y defensor de lo mejor del humanismo y de la ética revolucionaria de su época, abogó, no solo por la ruptura con el colonialismo español, sino por el establecimiento de una república soberana, democrática y de justicia social. De ahí sus resquemores ante la imposición de la Enmienda Platt como apéndice constitucional:
«Con la intervención armada de EE. UU. en la guerra de independencia, es indiscutible que Cuba, al inaugurar la República, ha quedado tan íntimamente ligada así en lo político, como en lo mercantil a la Gran República Americana, que casi y sin casi vienen a constituir tan fatal o fortuita intimidad, un cúmulo de obligaciones, que han hecho de su independencia un mito. Y como si el hecho histórico no valiera nada en sí mismo, para probar este acierto, ahí tenemos la Ley Platt, eterna licencia convertida en obligación para inmiscuirse los americanos en nuestros asuntos».
También abogó por lo que denominó la «república moral». En ese esfuerzo aconsejó al pueblo cubano, una vez aprobada la ley electoral en 1901, sobre las condiciones que debieran tener los encargados de regir los destinos de la administración pública.
Los consejos al pueblo cubano, publicados en la prensa durante la ocupación militar, continuaron tras el establecimiento de la república, el 20 de mayo de 1902, y hasta su muerte en La Habana, el 17 de junio de 1905.
Nunca el Generalísimo abandonó a los cubanos a su suerte, ni aun en las circunstancias más difíciles, tal como le ratificara al puertorriqueño Sotero Figueroa: «En el pueblo está la razón de nuestra existencia, y con el Pueblo y por el Pueblo estaremos, aun cuando agotemos toda la amargura del cáliz».
* Presidente del Instituto de Historia de Cuba